Noviembre 2008
Por qué está sobrevalorada la autodisciplina
La (inquietante) teoría y práctica del control desde
dentro
Por Alfie Kohn
Si hay un rasgo del carácter por cuyos beneficios hayan
abogado tanto los educadores tradicionales como los progresistas, bien pudiera
ser la autodisciplina. Casi todo el mundo quiere que los estudiantes hagan caso
omiso de sus impulsos no constructivos, resistan a la tentación y hagan todo lo
que haya que hacer. Es cierto que esto nos lo recomiendan con particular fervor
ese tipo de personas que desdeñan cualquier referencia a la autoestima y
deploran la, según ellos, laxitud actual. Pero incluso quienes no se definen a
sí mismos como conservadores están de acuerdo en que imponer disciplina a los
niños (bien sea para mejorar su comportamiento, bien para que se apliquen en sus
estudios) no es tan deseable como conseguir que los niños se impongan esa
disciplina a sí mismos. Es atractivo para los maestros –de hecho, para
cualquiera que esté en posición de relativo poder– que la gente sobre la que
tienen autoridad haga por sí misma aquello que se supone que tienen que hacer.
La única duda es cuál es el mejor modo de conseguir esto.
La autodisciplina se puede definir como el control
de la propia fuerza de voluntad para cumplir cosas que generalmente se ven como
deseables, y el autocontrol como la utilización de esa misma fuerza de
voluntad para evitar hacer cosas que se ven como indeseables o para posponer una
gratificación. En la práctica, a menudo funcionan como dos aspectos de la misma
maquinaria de autorregulación, así que utilizaré los dos términos más o menos
como intercambiables. Una búsqueda de estos términos en índices de libros
publicados, artículos académicos o sitios de Internet permitirá descubrir lo
difícil que es encontrar el más mínimo cuestionamiento sobre el valor de estos
conceptos.
Aunque admito que es bueno ser capaz de perseverar en
tareas que merezcan la pena –y algunos estudiantes parecen carecer de esta
capacidad– me gustaría sugerir que el concepto, en realidad, resulta
problemático desde tres perspectivas fundamentales. Preguntarse por aquello que
subyace en la idea de la autodisciplina supone desvelar importantes errores
acerca de la motivación y la personalidad, suposiciones polémicas sobre la
naturaleza humana, y consecuencias inquietantes sobre nuestra organización en la
sociedad y en la escuela. Hablaremos de retos psicológicos, filosóficos,
y políticos, respectivamente. Todos ellos se aplican a la autodisciplina
en general, pero son especialmente relevantes para lo que ocurre en nuestras
escuelas.
I. ASPECTOS PSICOLÓGICOS.
DISTINCIONES CRÍTICAS
Si nuestro objetivo principal es que los estudiantes
terminen cualquier tarea y obedezcan cualquier norma que se les haya dado,
entonces no se puede negar que la autodisciplina es útil. Pero si estamos
interesados en el niño en su conjunto –si, por ejemplo, nos gustaría que
nuestros alumnos fueran saludables psicológicamente–, entonces no está claro que
la autodisciplina deba gozar de un estatus privilegiado en comparación con otras
cualidades. En algunos contextos, puede que no sea deseable en absoluto.
Décadas atrás, el eminente investigador y psicólogo Jack
Block describió a las personas a partir de su nivel de “control del ego” –es
decir, la amplitud con que expresaban o suprimían sus impulsos y emociones. Los
que tienen escaso control son impulsivos y despistados; los que tienen un exceso
de control son compulsivos y carentes de alegría. El hecho de que los educadores
se sientan más irritados por los primeros, y por consiguiente más inclinados a
definirlos como problemáticos, no significa que los segundos no deban
inquietarnos. Ni deberíamos favorecer “la sustitución de la impulsividad
desenfrenada por el categórico, dominante y rígido control de los impulsos”,
advertía Block. No es sólo que el autocontrol no siempre sea bueno, es que la
falta de autocontrol no siempre es mala porque puede “proporcionar las
bases para la espontaneidad, la flexibilidad, expresiones de calidez
interpersonal, disponibilidad para la experiencia y valoración de la
creatividad”. Así pues, ¿qué nos dice acerca de nuestra sociedad “la alabanza
general a la idea de autocontrol”, aunque a veces pueda ser “maladaptativa y
estropee la experiencia y el disfrute de la vida”?
[1] La idea de que ningún extremo puede ser bueno no debería
ser particularmente polémica, aunque algunos investigadores que claman por la
autodisciplina rechazan explícitamente la posibilidad de que el exceso de
control no sea saludable. [2] Además, la reticencia a reconocer esta importante
advertencia se observa en la selección de los materiales que se publican sobre
este tema. Estos materiales suelen contener afirmaciones no contrastadas como
“La promoción de la autodisciplina es un objetivo importante para todas las
escuelas” o “Todos los maestros deberían esforzarse por enseñar autodisciplina a
sus estudiantes”.[3]
Es difícil conjugar estas afirmaciones con las
investigaciones que señalan que “es probable que el comportamiento disciplinado
y dirigido, que puede ser ventajoso en algunas situaciones,… sea perjudicial” en
otras.[4] No sólo se ha visto que “las consecuencias de la impulsividad no
siempre son negativas”,[5] sino que un alto grado de autocontrol tiende a ir
acompañado de una menor espontaneidad y una vida emocional más insípida, [6] e
incluso, en algunos casos, de problemas psicológicos más graves.[7] “Las
personas demasiado controladoras tienden a abstenerse por completo de consumir
drogas, pero están peor adaptadas que los individuos con un menor control del
ego y que han experimentado brevemente con drogas, [mientras que] las mujeres
jóvenes (no los varones) con tendencia al exceso de control corren el riesgo de
desarrollar una depresión”.[8] La preocupación por el autocontrol también es un
aspecto clave de la anorexia.[9] Pensemos en una alumna que siempre empieza los deberes en
el momento en que se los ponen. Lo que podría ser visto como una muestra
admirable de autodisciplina, dado que seguramente preferiría estar haciendo
otras cosas, puede que se deba en realidad a una intensa incomodidad por tener
algo pendiente. Quiere –o, más bien, necesita– sacarse los deberes de
encima para evitar la ansiedad. (El simple hecho de que algo parecido a la
autodisciplina sea necesario para completar una tarea es señal de que no es
probable que pueda derivarse ningún beneficio intelectural de esa tarea.
Aprender, después de todo, no depende de lo que los estudiantes hacen sino de
cómo ven y construyen lo que hacen.[10] Aceptar lo contrario sería volver a un
crudo conductismo que hace mucho que fue repudiado por los académicos más
serios).
De forma más general, la autodisciplina puede ser más un
signo de vulnerabilidad que un signo de salud. Puede reflejar un miedo a verse
sobrepasado por fuerzas externas, o por los propios deseos, que debe ser
suprimido con un esfuerzo continuo. En efecto, estos individuos sufren un miedo
a perder el control. En su estudio clásico Estilos neuróticos, David
Shapiro explica cómo alguien puede funcionar como “su propio vigilante,
generando órdenes, directivas, recordatorios, avisos y admoniciones no sólo
sobre lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer, sino también sobre lo que
se debe querer, sentir e incluso pensar”. [11] Las personas seguras y saludables
pueden ser flexibles, abiertas al juego, las experiencias nuevas y el
descubrimiento de sí mismas, obtienen satisfacción del proceso y no están tan
enfocadas siempre en el producto. Un estudiante extremadamente autodisciplinado,
por el contrario, puede ver la lectura o la resolución de un problema sólo en
función del objetivo de conseguir una buena nota. Según la formulación general
de Shapiro, este tipo de personas “no se sienten a gusto con ninguna actividad
que no tenga un objetivo o un propósito más allá del propio placer, y no suelen
reconocer que la vida pueda ser satisfactoria sin un sentido constante de
esfuerzo y determinación”. [12] Este análisis genera un par de interesantes paradojas. Una
es que, mientras que la autodisciplina implica un ejercicio de la voluntad, y
por lo tanto una libre elección, muchas de estas personas, en realidad, no son
libres en absoluto, psicológicamente hablando. No es que se hayan disciplinado a
sí mismos, sino que no pueden permitirse a sí mismos no ser disciplinados. Lo
mismo sucede con la capacidad de aplazar la gratificación, como señaló un
investigador: “no sólo tenían ‘mejor’ autocontrol, sino que en cierto sentido
parecían ser incapaces de evitarlo.” [13] Una segunda paradoja es que la omnipotente autodisciplina
puede contener la semilla de su propia destrucción: una explosiva pérdida de
control, que los psicólogos llaman “desinhibición”. De un extremo no saludable
(aunque no siempre se reconozca como tal), hay personas que caen de repente en
el otro extremo. El estudiante aplicado actúa de pronto de una forma atroz; el
piadoso abstemio empieza a salir de juerga y emborracharse, o pasa de la
abstinencia absoluta a practicar sexo sin protección de forma temeraria.[14]
Además, hacer un esfuerzo por inhibir comportamientos potencialmente no
deseables puede tener otros efectos negativos. Una revisión detallada de
estudios relacionados con todo tipo de intentos de suprimir sentimientos y
comportamientos muestra que los resultados señalan a menudo “efectos negativos
(incomodidad o estrés) [y] disrupción cognitiva (como incapacidad para mantener
la atención o pensamientos intrusivos y obsesivos sobre el comportamiento
prohibido).” [15]
En resumen, no deberíamos sentirnos tranquilos al saber que
un estudiante es especialmente autodisciplinado, o que es capaz de aplazar la
gratificación (ya que el aplazamiento “tiende a ser algo sobrecontrolado e
inhibido innecesariamente”[16]), o si siempre tiende a persistir en una tarea
aunque no tenga éxito en ella. La última de estas tendencias, que generalmente
se idealiza como tenacidad o coraje, puede reflejar en realidad un “rechazo a la
retirada” que procede de una necesidad poco saludable y a menudo antiproductiva
de seguir con algo aun cuando está claro que no tiene sentido hacerlo.[17] Por supuesto, no todos los niños que muestran
autodisciplina, o algo similar, tienen que ser motivo de preocupación. Así que,
¿qué es lo que distingue al niño saludable y adaptativo? La moderación, quizás,
y también la flexibilidad, lo que Block llama “variabilidad adaptativamente
responsiva” [18] Lo que cuenta es la capacidad de elegir en cada situación si
merece la pena perseverar, controlarse uno mismo, seguir las normas, más que la
simple tendencia a hacer todo esto en todas las situaciones. Esto, más que la
autodisciplina o el autocontrol per se, es lo que beneficiaría a los
niños en su desarrollo. Pero tal formulación es muy diferente de la celebración
acrítica de la autodisciplina que encontramos en el campo de la educación y a lo
largo y ancho de nuestra cultura.
*
Cada vez está más claro que lo problemático de la
autodisciplina no tiene que ver sólo con “cuánta” sino con “de qué tipo”. Una de
las formas más fructíferas de pensar sobre este tema surge del trabajo de los
psicólogos de la motivación Edward Deci y Richard Ryan. Para empezar, nos
invitan a reconsiderar la forma casual en que hablamos del concepto de
motivación, como si fuera una cosa aislada que uno poseyera en una cierta
cantidad. Queremos que los estudiantes tengan más, así que tratamos de
“motivarlos”, quizás con el uso estratégico de recompensas o castigos.
No obstante, hay diferentes tipos de motivación, y el tipo
importa más que la cantidad. La motivación intrínseca consiste en querer
hacer algo porque sí –por ejemplo, leer sólo porque es emocionante dejarse
llevar por el relato. La motivación extrínseca existe cuando la tarea no
es el objetivo en sí; uno puede leer para obtener un premio o la aprobación de
alguien. No sólo se trata de dos tipos de motivaciones diferentes, sino que
suelen ser inversamente proporcionales. Muchos estudios han demostrado que
cuanto más recompensas a alguien por hacer algo, más posibilidades tiene de
perder interés en ello que había hecho para obtener la recompensa. Los
investigadores están descubriendo que ofrecerles a los niños un “refuerzo
positivo” por ser generosos y ayudar termina por minar estas cualidades
verdaderas, y animar a los estudiantes a mejorar sus notas tiene como resultado
una pérdida de interés por el estudio.
[19] Pero los niños hacen algunas cosas que no son
intrínsecamente atractivas, incluso en ausencia de alicientes extrínsecos.
Seguramente diremos que han internalizado la obligación de hacerlo. Y aquí
volvemos a la idea de autodisciplina (con énfasis en “auto”). Es más, muchos
educadores han apostado extactamente por esto: queremos niños que se mantengan
ocupados sin que un adulto tenga que estar pendiente de ellos, con el palo y la
zanahoria a punto, queremos que actúen de forma responsable aun cuando nadie los
esté mirando.
Pero Deci y Ryan no han terminado de complicarnos la vida.
Después de mostrar que hay diferentes tipos de motivación (que no son igualmente
deseables), van más allá y apuntan que hay también diferentes tipos de
internalización. Esto es una posibilidad en la que pocos de nosotros habíamos
pensado; hasta un educador capaz de distinguir lo intrínseco de lo extrínseco
insistirá en que deberíamos ayudar a los niños a internalizar los buenos valores
y conductas. Pero ¿cuál es exactamente la naturaleza de esta internalización?
Por una parte, una norma puede ser interiorizada por completo, o “introyectada”,
de manera que controla al niño desde dentro: “Las conductas se llevan a cabo
porque uno ‘debería’ hacerlo, o porque no hacerlo puede generar ansiedad, culpa
o pérdida de estima”. Por otra parte, la internalización puede producirse de
forma más auténtica, de manera que esa conducta se experimenta como “volicional
o autodeterminada”. Se integra por completo en la propia estructura de los
valores y se siente como elegida.
Así, una estudiante puede estudiar bien porque sabe que se
supone que debe hacerlo (y se sentirá fatal si no lo hace), o porque entiende
los beneficios de hacerlo y quiere continuar aunque no siempre le resulte
agradable.[20] Se ha comprobado que esta distinción básica es importante en los
estudios, los deportes, el amor romántico, la generosidad, la implicación
política y la religión –con investigaciones que en cada caso demuestran que el
último tipo de internalización lleva a mejores resultados que el primero.[21] En
el caso particular de la educación, los maestros pueden promover la versión más
positiva minimizando “la evaluaciones impuestas desde el exterior, retos,
premios y presiones” así como apoyando proactivamente el sentido de la autonomía
de los estudiantes.”[22] La moraleja de esta historia es que el mero hecho de que la
motivación sea interna no significa que sea ideal. Si los niños se sienten
controlados, aunque sea desde su interior, es probable que se sientan en
conflicto, infelices, y quizás tengan menos probabilidades de tener éxito (al
menos bajo criterios significativos) en cualquier cosa que hagan. Los
estudiantes con un alto sentido del deber pueden estar sufriendo lo que la
psicoanalista Karen Horney llamó “tiranía del deber-ser”, hasta el punto de que
ya no saben qué es lo que quieren verdaderamente, o quiénes son realmente. Lo
mismo ocurre con los adolescentes que hipotecan su vida presente por el futuro:
hincan los codos, perseveran hasta el extremo, se estresan al máximo. El
instituto es sólo una preparación para la facultad, y la facultad una
recopilación de credenciales para lo que venga después. Nada tiene ningún valor,
ni proporciona ninguna gratificación en sí. Estos estudiantes pueden ser
expertos en superar exámenes, acumular buenas notas y aplazar la gratificación,
pero nos recuerdan lo contradictoria que puede llegar a ser la autodisciplina.
II. ASPECTOS FILOSÓFICOS.
CREENCIAS SUBYACENTES
A la luz de todas estas razones para ser cautelosos, ¿por
qué nos sentimos tan orgullosos de nuestra autodisciplina y autocontrol? La
respuesta puede implicar valores básicos que dominan nuestra cultura. Vamos a
plantearnos otra pregunta: ¿cómo son en el fondo los niños –y las personas en
general– si es necesaria la autodisciplina para obligarse a uno mismo a hacer
cosas de valor?
Consideremos esta reciente reflexión de David Brooks, un
columnista de un periódico conservador:
En la época de Lincoln, alcanzar la madurez
significaba tener éxito en la conquista del yo. Los seres humanos nacían en el
pecado, dominados por pasiones oscuras y tentaciones satánicas. La transición a
la edad adulta consistía en lograr el dominio de sí mismo. Podemos leer
discursos del siglo XIX y principios del XX donde los oradores hablan de la
bestia interior y la necesidad de dominarla con un carácter de hierro. Los
libros de lectura escolares insistían en la autodisciplina. El modelo de
construcción del carácter estaba centrado en el pecado.
[23] Brooks tenía razón, con una importante advertencia: el
énfasis en la autodisciplina no es sólo una reliquia histórica. Hoy ya no
estamos expuestos a esta retórica florida y exhortatoria, pero unos pocos
minutos en Internet nos recuerdan que el concepto en sí sigue vivo y goza de
buena salud en la América contemporánea –con la friolera de tres millones de
resultados en Google. (También es un elemento clave en el movimiento de
educación del carácter.[24]) Brooks ofrece un recordatorio útil, aunque
desconcertante, sobre las creencias centradas en el pecado donde se mantiene el
evangelio de la autodisciplina. Es porque vemos nuestras preferencias como
indignas, nuestros deseos como vergonzosos, por lo que debemos luchar por
dominarlos. La conclusión lógica es que la vida humana es una lucha constante
para anularnos y transcendernos a nosotros mismos. La moraleja es el triunfo de
la mente sobre el cuerpo, la razón sobre el deseo, la voluntad sobre la
necesidad.[25] Lo más interesante de todo esto es cómo muchas
instituciones seculares e individuos que habrían objetado enérgicamente contra
la noción de que los niños son pequeñas bestias egocéntricas que necesitan ser
domesticadas, a pesar de todo abrazaron un concepto que brota precisamente de
esa premisa. Algunos incluso se encargan de rechazar la coerción anticuada y el
castigo a favor de métodos más suaves.[26] Pero si a pesar de todo se
comprometen en asegurar que los niños internalizan nuestros valores –realmente,
colocando un policía dentro de cada niño– entonces deberían admitir que esto no
es lo mismo que ayudarles a desarrollar sus propios valores, y es diametralmente
opuesto al objetivo de ayudarles a ser capaces de pensar con independencia. El
control desde dentro no es inherentemente más humano que el control desde fuera,
sobre todo si los efectos psicológicos no son tan diferentes, como parece ser el
caso.
Incluso más allá de la visión de la naturaleza humana, la
obligación de autodisciplinarse puede reflejar una filiación tácita con el
conservadurismo y su queja predecible de que nuestra sociedad –o nuestra
juventud– ha olvidado el valor del trabajo duro, la importancia del deber, la
necesidad de aceptar la responsabilidad personal, etcétera. (No importa que las
personas mayores hayan venido denunciando a los jóvenes gandules y los “tiempos
modernos” durante siglos [27]) y esta condena suele venir acompañada de una
visión prescriptiva que aboga por la autonegación y que desestima
sarcásticamente hablar sobre la autoexploración o la autoestima.
En su fascinante libro Moral Politics, el lingüista
y crítico social George Lakoff argumentó que la autodisciplina desempeña un
papel fundamental en la visión del mundo conservadora. [28] La obediencia a la
autoridad es lo que produce la autodisciplina, [29] y la autodisciplina, a su
vez, es necesaria para tener éxito. Su ausencia se ve como un signo de
autoindulgencia y por consiguiente de debilidad moral. Así, cada vez que un niño
recibe algo deseable, incluida nuestra aprobación, sin habérselo ganado, cada
vez que se deja de lado la competición (y por tanto cada vez que es posible
tener éxito sin tener que derrotar a otros), cada vez que recibe demasiada
asistencia o cuidados, entonces estamos siendo “permisivos”, “sobreindulgentes”,
fracasando en la preparación del niño para el Mundo Real. Es interesante ver que
esta forma de conservadurismo no se limita a los programas de radio o los
discursos de la Convención Republicana. Se infiltra a través del trabajo de
investigadores clave que no sólo estudian la autodisciplina, sino que insisten
vigorosamente en su importancia. [30] Por supuesto, las cuestiones fundamentales sobre la
moralidad y la naturaleza humana no pueden resolverse en un artículo, está claro
que el punto de partida de algunos de nosotros es radicalmente diferente del de
otros. Pero en el caso de los educadores que casualmente invocan la necesidad de
enseñarles a los niños autodisciplina, puede tener sentido explorar los
fundamentos filosóficos de este concepto y reconsiderar si este fundamento nos
da qué pensar.
III. ASPECTOS POLÍTICOS.
IMPLICACIONES PRÁCTICAS
Cuando queremos comprender qué está sucediendo en un
entorno determinado –por ejemplo, una clase–, a menudo merece la pena observar
sus políticas, normas y otros aspectos estructurales. Por desgracia, muchos de
nosotros tenemos tendencia a ignorar la forma en que el sistema trabaja y
atribuye significación a las personalidades de los individuos implicados –un
fenómeno que los psicólogos llaman “error fundamental de atribución”. [31] Así,
aceptamos que el autocontrol sólo es un rasgo que una persona puede poseer,
aunque probablemente sea más acertado pensar en ello como un “concepto
situacional, no un rasgo individual”, dado que “un individuo puede desarrollar
diferentes grados de autocontrol en diferentes situaciones”. Sucede exactamente
lo mismo con el aplazamiento de la gratificación.[32] Pero la cuestión no es sólo que atender a los individuos
más que a los entornos obstaculice nuestra capacidad para comprender. Hacerlo
también tiene un significado práctico. Concretamente, cuanto más culpamos a
alguien por carecer de autodisciplina, y gastamos nuestros esfuerzos en ayudarle
a desarrollar la capacidad de controlar sus impulsos, menos probable es que
cuestionemos las estructuras (políticas, económicas o educativas) que modelan
sus acciones. No hay razón para trabajar por el cambio social si asumimos que la
gente sólo tiene que esforzarse y trabajar más duro. Así, la atención que se da
a la autodisciplina no sólo es filosóficamente conservadora en sus premisas, es
también conservadora en sus consecuencias.
Nuestra sociedad está abarrotada de ejemplos. Si los
consumidores están endeudados hasta las cejas, y encuadramos el problema como
una pérdida de autocontrol, desviaremos la atención de los esfuerzos concertados
de la industria del crédito para conseguir engancharnos tomando dinero prestado
desde nuestra niñez.[33] Recordemos la campaña Keep America Beautiful
(“Conserva hermosa América”), lanzada en la década de 1950, para animarnos a
dejar de tirar papeles al suelo. Una campaña financiada, resulta ser, por la
American Can Company y otras corporaciones que tuvo el efecto de culpar a los
individuos y distraer de otras cuestiones, por ejemplo quién se beneficia de la
producción y empaquetado de productos desechables.[34] Pero volvamos a los estudiantes que se sientan en nuestras
aulas. Si la pregunta es: “¿Cómo podemos conseguir que levanten la mano y
esperen a ser llamados, en lugar de soltar la respuesta de buenas a primeras?”,
entonces la pregunta no es: “¿Por qué el profesor hace la mayor parte de
las preguntas, y decide unilateralmente quién va hablar y cuándo?” Si la
pregunta es: “¿Cuál es la mejor manera de enseñarles autodisciplina a los niños
para que hagan sus tareas?”, entonces no es: “¿Realmente merece la pena
hacer estos deberes, que tanto se parecen a un ‘trabajo’? [35] ¿Promueven el
pensamiento y la inquietud por aprender, o sólo consisten en memorizar hechos y
practicar habilidades de memoria?” En otras palabras, identificar el problema
como una falta de autodisciplina equivale a enfocar nuestros esfuerzos en hacer
niños conformes a un status quo que ni se analiza ni es probable que se cambie.
Cada niño, además, es equipado con un “supervisor incorporado”, que quizás no
actúe en su interés, pero que sí resulta enormemente conveniente para crear “una
ciudadanía y una fuerza de trabajo autocontrolada –no sólo controlada”.[36] No todas las objeciones o pruebas que hemos revisado aquí
se podrán aplicar a cada ejemplo de autodisciplina. Pero tiene sentido que
examinemos el concepto y los modos en que lo aplicamos en nuestras escuelas.
Junto a sus fundamentos e impacto político, hay razones para ser escépticos
sobre cualquier cosa que pueda producir sobrecontrol. Algunos niños que parecen
el sueño de cualquier adulto, algunos estudiantes aplicados, pueden ser en
realidad seres ansiosos, conducidos y motivados por una necesidad permanente de
sentirse mejor consigo mismos, más que por cualquier cosa que se parezca a la
curiosidad. En pocas palabras, son adictos al trabajo en potencia.
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[RECUADRO]
Sobre las nubes y las diferencias de género.
Una relectura de los estudios sobre la
autodisciplina.
Cuatro décadas atrás, en el laboratorio de Walter Mischel
en la Universidad de Stanford, unos niños de edad preescolar se quedaban solos
en una habitación después de habérseles dicho que podrían tomar una golosina
(por ejemplo, una nube) si hacían sonar un timbre cada vez para llamar al
responsable del experimento. O bien, si podían aguantar sin llamar hasta que él
volviera, entonces la recompensa sería mayor (por ejemplo, dos nubes).
Posteriormente se ha destacado que los niños que fueron capaces de esperar
obtuvieron mejores puntuaciones en habilidades sociales y cognitivas una década
más tarde, y también tuvieron mejores notas en las pruebas de acceso a la
universidad. La lección es sencilla, según los comentaristas conservadores:
deberíamos centrarnos menos en “reformas estructurales” para mejorar la
educación o reducir la pobreza, y mirar más bien los rasgos que poseen los
individuos, sobre todo la habilidad para ejercitar su autocontrol.[37]
Pero la historia real de estos estudios es bastante más
complicada. Para empezar, la relación causal no estaba tan clara, como reconoció
el propio Mischel. La capacidad de aplazar la gratificación puede que no haya
sido la responsable de las impresionantes cualidades que se encontraron diez
años más tarde; más bien, ambas pueden haber sido el resultado del mismo tipo de
entorno familiar.[38] En segundo lugar, lo que más le interesaba a Mischel no era
si los niños podían esperar para obtener una golosina mayor –la mayor parte de
ellos lo conseguían [39]– ni si los que esperaban tenían más éxito en la vida
que los que no lo hacían, sino cómo hacían los niños para intentar
esperar y qué estrategias utilizaban para ello. Resultó que los niños esperaban
más cuando se distraían con un juguete. Lo que mejor funcionaba no era “la
autonegación y fuerte determinación”, sino hacer algo placentero durante la
espera, de manera que el autocontrol no hiciera falta para nada. [40]
En tercer lugar, lo específico de la situación –esto es, el
diseño de cada experimento– era más importante para predecir los resultados que
la personalidad de un niño determinado.[41] Esto es justo lo contrario de la
lección que se suele extraer de estos estudios, que es que el autocontrol es una
cuestión de carácter individual, que deberíamos fomentar.
En cuarto lugar, aunque Mischel buscaba características
individuales estables, su primera preocupación eran las “competencias
cognitivas”, las estrategias para pensar en la golosina o dejar de pensar en
ella, y cómo esas estrategias se relacionaban con otras habilidades que se
medían diez años más tarde. De hecho, estos resultados subsecuentes no tenían
nada que ver con la capacidad de aplazar la gratificación, per se, sino
sólo con la capacidad de distraerse cuando los investigadores no proporcionaban
distracciones.[42] Y esa habilidad está relacionada de forma significativa ni
más ni menos que con la inteligencia. [43]
Por último, mucha gente que cita estos experimentos acepta
simplemente que es mejor tener una recompensa grande más tarde que una
recompensa pequeña ahora mismo. Pero ¿esto siempre es así? Mischel, al menos, no
lo creía. “La decisión de aplazar o no aplazar depende, en parte, de los valores
individuales y expectativas con respecto a las contingencias específicas”,
escribió. “En una situación dada, pues, posponer la gratificación puede no ser
una elección acertada o adaptativa”.[44]
*
Si el giro conservador del trabajo de Mischel se debe sobre
todo a cómo otros lo han (mal)interpretado, no puede decirse lo mismo de un
estudio más reciente, donde los propios investigadores están encantados de
despotricar contra “el fracaso en el ejercicio de la autodisciplina”. Angela
Duckworth y Martin Seligman despertaron una considerable atención (en
Education Week y el New York Times, entre otros) por un
experimento publicado en 2005 y 2006 que pretendía mostrar que la autodisciplina
era un fuerte predictor de éxito académico, y que este rasgo explicaba por qué
en la muestra las chicas tenían más éxito en la escuela que los chicos.[45] Una vez más, la conclusión es bastante discutible si la
examinamos de cerca. Por una parte, todos los niños de este estudio tenían entre
13 y 14 años y estudiaban en una escuela elitista con pruebas de acceso
competitivas, así que no está nada claro que los resultados se puedan
generalizar a otras poblaciones o edades. Por otra parte, la autodisciplina
quedaba determinada por el modo en que los estudiantes se describían a sí
mismos, o cómo los describían sus padres o maestros, más que por algo que
realmente hicieran o no. La única medida de observación de su conducta –hacerles
elegir entre tener un dólar hoy o dos dólares dentro de una semana– apenas tenía
correlación con las otras medidas y mostró la diferencia de género más pequeña.
No obstante, el único efecto benéfico de la autodisciplina
eran las notas más altas. Los maestros dan más sobresalientes a los estudiantes
que dicen, por ejemplo, que dejan de hacer algo que les gusta hasta que terminan
los deberes. Supongamos que se descubre que los estudiantes que asentían con la
cabeza y sonreían a todo lo que decía el maestro recibían mejores notas.
¿Significaría eso que tendríamos que enseñar a los niños a asentir y sonreír
más, o deberíamos cuestionarnos el significado de las notas como variable? O
supongamos que se descubre que la autodisciplina por parte de los adultos está
asociada con evaluaciones más positivas de sus supervisores su lugar de trabajo.
¿Deberíamos concluir que los empleados que hacían lo que querían sus jefes
obtuvieron un veredicto favorable de esos mismos jefes? Bueno, ¿y qué?
Ya sabemos no sólo que las notas sufren de bajos niveles de
validez y fiabilidad, pero que los estudiantes a los que se orienta a las notas
tienden a estar menos interesados en lo que están aprendiendo, y tienen más
probabilidades de pensar de una manera superficial (y retener la información
durante menos tiempo), y aptos para elegir la tarea más fácil posible.[46]
Además, hay alguna evidencia de que los estudiantes con notas altas son, por
término medio, demasiado conformistas y no especialmente creativos.[47] Que los
estudiantes que son más autodisciplinados consigan mejores notas constituye un
aval de la autodisciplina sólo para gente que no entiende que las notas son un
marcador pésimo para las cualidades educativas que nos interesan. Y si las
chicas en nuestra cultura son socializadas para controlar sus impulsos y para
hacer lo que se les dice, ¿es algo bueno que hayan aprendido tan bien la lección
como para ser recompensadas con buenas notas?
Más información:
(Véase Alfie Kohn, The Homework
Myth [Cambridge, MA: Capo Press, 2006] y un artículo
basado en este libro, en la edición de septiembre de 2006 de la revista
Kappan.)
Véase, por ejemplo, su libro Punished by
Rewards, ed. rev. (Boston: Houghton Mifflin, 1999); y Edward L. Deci et
al.
Revisión sobre el tema en Unconditional
Parenting .
Véase “Who’s
Cheating Whom?”, Phi Delta Kappan, octubre de 2007.
Véase por ejemplo CBS News, “Meet ‘Generation
Plastic,’” 17 de mayo de 2007, disponible en www.cbsnews.com/stories/2007/05/17/eveningnews/main2821916.shtml
Estudios revisados sobre las notas en Punished by
Rewards (Boston: Houghton Mifflin, 1993) y The Schools Our
Children Deserve (Boston: Houghton Mifflin, 1999).
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